
En sanscrito la llaman Chandra, en China se la denomina Yue, pero todos la conocemos como Artemisa o Selena. Me refiero a la luna. La luna vieja, la luna de la nieve, la luna del cuervo, la luna de la hierba que brota, la luna de leche, la luna de la rosa, del trueno, del grano, de las frutas, de la cosecha, pero también de la escarcha o de la noche más larga. Este satélite natural nos observa a todos y tiene el suficiente poder para perturbar nuestras percepciones. Mientras revoluciona sinódica, sideral, trópica, anomalística y draconiticamente, algunos de nosotros -los que tenemos razones suficientes para amarla y temerla al mismo tiempo- aullamos cuando nuestro planeta se encuentra situado exactamente entre el sol y ella.
En estos momentos lánguidos de mi vida en que puedo vislumbrar mi futuro claramente agotado y en los que la única alternativa posible es la desaparición anticipada, la luna ya no representa vida, sino insomnio y demencia, sobre todo en fase de plenilunio. Y es en este periodo cuando pienso más a fondo en la muerte. Y mientras más medito sobre ella, más a gusto me siento. Porque estoy mucho más cerca del fin de lo que he estado en toda mi vida.
Con esto no quiero decir que tenga ganas de morir, aunque no me importaría demasiado si el desenlace fuera indoloro o sirviera para algo. No creo en la metempsicosis, por lo tanto me complace saber que no volveré a pasar por una angustia semejante, aunque sea con otra forma material. Sé lo que significa estar muerto, pero todavía no he comprendido para qué sirve vivir.
Y mientras los días se suceden como una losa en el calendario, las noches se tornan más rojas e incandescentes. Me encanta contemplar la lenta danza de los espectros que se parapetan en el interior del nosocomio en que se ha transformado mi cerebro. Mientras ellos bailan, yo diseño una estrategia que me ayude a superar el desencanto en que he convertido este capítulo de mi vida. Y mientras todos estos actos siguen el orden natural con que fueron malignamente diseñados, no puedo dejar de sentirme minúsculo y desaprovechado.
La Diosa triple, virgen, madre y bruja, ya no volverá a inventarse respuestas gélidas, ahogadas y silenciosas. Y mientras su risa enloquecida estremezca cada esquirla de mi médula reventada, reclamaré el placer de la carencia o el vacío como el camino más corto hacia cualquier parte.
Greg