 |
Henri Wallis, «The death of Chatterton» (1856) |
Querida amiga:
Mientras paseaba contemplando el mundo, una hoja se ha pegado a mi zapato y he andado arrastrándola durante cerca de medio kilometro. Al final, y por puro aburrimiento, me he agachado para despegarla y después de leer la primera línea no he podido apartar la vista de ella. Te la transcribo en su totalidad:
Querido hermano:
Como me conoces desde hace más de cuarenta años y sabes exactamente qué pienso de este suplicio que algunos eufemísticamente llaman «existencia», no te sorprenderás demasiado ante la nueva y esplendorosa opción que se dibuja en mi futuro: el suicidio. Sí, ya sé que esto no es nuevo para ti, pues no es la primera vez que lo intento, todos nos acordamos de la ultima; desde luego no fue buena idea acabar con mis sufrimientos anímicos bebiendo barro arcilloso y comiendo bocadillos de lutita, pero por lo menos os echasteis unas risas mientras el cirujano jefe y su séquito de enfermeras viejas y feas me limpiaban el estómago con un martillo hidráulico. Esta vez es diferente, pues voy a intentarlo a lo grande y te aseguro que se me recordará durante siglos, pero no pienso describirte cual es la forma de auto asesinato que he diseñado hasta los últimos párrafos de esta carta. Así te obligo a leerla hasta el final.
Desde la última vez que nos vimos y compartimos un café en mi deprimente y decrépita cocina ya han pasado cerca de dos años y en este tiempo me han sucedido un montón de cosas, algunas buenas, no te voy a mentir, pero la mayor parte de ellas realmente horrorosas y perfectamente olvidables. En enero del año pasado me enamoré de una chica. Bueno, la verdad es que ella acababa de cumplir los sesenta pero sólo aparentaba sesenta y cuatro; como te decía, me enamore de Gabi, diminutivo de Gabriela, que es cómo me obligaba a llamarla aunque su verdadero nombre era Vicenta. La relación funcionó estupendamente hasta el catorce de febrero del mismo año, el funesto y fatídico día en que la descubrí haciendo un trio con un niñato que difícilmente rozaría la mayoría de edad y su perro pastor alemán blanco con serios problemas de displasia, por lo menos eso se me antojó al ver cómo movía la pelvis mientras intentaba penetrar lo que hasta ese momento creía que penetraba sólo yo. Como comprenderás, después de semejante visión mi primer impulso fue pegar fuego a la cama y contemplar como ardían los tres, pero rápidamente me tranquilicé y el trio paso a ser un cuarteto… y no de cuerda precisamente. Aunque después de aquella experiencia volvimos a vernos en algunas ocasiones, nuestro amor voló por la ventana en el mismo momento en que el can marcó mi pierna como suelen hacerlo los canes, orinando.
No pasaron ni dos meses desde aquel suceso cuando conocí en una mercería a Dolores. Yo intentaba comprarme unos leggings para utilizarlos en un atraco que no tuvo lugar, cuando unos ojos de color azabache me miraron tan fijamente que no pude reprimir un estornudo que hizo salir disparado mi peluquín. En el mismo momento en que ella amablemente se agachó para recogerlo, surgió el amor en mi corazón y, envalentonado por los cinco carajillos que me había tomado sólo una hora antes, la invité a tomar un zumo de tomate. Como no había más que baretos de viejos alrededor, entramos en uno que se llamaba «Bar Quillo», nos sentamos y empecé a escuchar su historia (pues a ciertas alturas de la vida, todos tenemos una). Acababa de separarse de su marido después de un matrimonio de treinta años, tenia dos hijos normales y uno anormal, dos gatos siameses, uno con rabo y otro sin él y una carpa roja que sufría esquizofrenia, pues escuchaba voces de un barbo que la obligaba a meterse una aleta por la cloaca. No puedo expresarte lo feliz que me sentí ese dichoso día y el siguiente, que son los únicos que duró nuestra historia de amor. Aún lo recuerdo. Fue un sábado cuando me telefoneó para decirme que estaba enamorada del presidente del club de fans de Pimpinela y que pretendía fugarse con él.
Lloré, supliqué, me arrodillé, pero no sirvió para nada. Esa misma tarde intenté matarme inyectándome en vena 10 cc de cocido murciano (de pavas y pelota), pero aparte de un ligero ardor en las varices no me sucedió gran cosa. Y como tras un gran fracaso se supone que la vida debe continuar, intenté seguir rodando y no me fue del todo mal hasta el día después de navidad, cuando canté bingo acumulado al mismo tiempo que catorce jugadores más, por lo que el premio en metálico no fue todo lo maravilloso que cabía esperar aunque en ese momento pensé que me serviría para tapar unos cuantos agujeros. No tapé ningún agujero, ni siquiera un intersticio, pues al salir me atracaron tres gitanos acompañados de una navaja de grandes dimensiones y un burro -sí, de los de cuatro patas- al que llamaban Gualtrapa Garlochín y con el que escaparon al trote con mi dinero. Desde entonces no he levantado cabeza y he suplido la carencia emocional con prostitutas colombianas -que son más baratas- y la económica ejerciendo de asaltador gerontofílico a la salida de las cajas de ahorros. De esta forma he podido subsistir hasta ayer, que fué el día en que decidí suicidarme como forma de supervivencia ante la vida.
Tal y como te prometí en un párrafo anterior, voy a contarte la forma salvaje de suicidio que he diseñado y que escribirá mi nombre con caracteres de oro en todas las enciclopedias mundiales: voy a untarme con Loctite Super glue las manos para después pegarlas sobre la barriga de un tipo gordo y calvo -que ya he elegido y que es famoso por su poca paciencia y extrema crueldad- mientras le cuento a qué me recuerda su tripa, para qué utilizarían las moscas su calva y le repito las veces que me he acostado con su madre cuando abandona el tacatac para cambiarse de pañal.
Como seguramente esta es la última vez que me pongo en contacto contigo, no quiero dejar de contarte algo que he ocultado durante décadas y que seguramente, de conocerlo, hubiera hecho que tu vida no fuera tan feliz y religiosamente próspera como lo ha sido desde que te independizaste. ¿Te acuerdas de José, el párroco del pueblo al que venerabas? Bueno, pues fue él y no el ratoncito Pérez el que te chupó la pirindola el día que cumpliste nueve añitos.
Te quiere,
Tu hermano.