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Georg Baselitz, «The Tree» (1966) |
Hola otra vez:
Aunque por desgracia estoy acostumbrado, es increíble cómo nos puede llegar a golpear la noticia de la muerte de un amigo; de un amigo de los de verdad, de los que nunca han fallado y a los que podrías pedir cualquier cosa porque serían capaces de todo por arrancarte una sonrisa y sentirte feliz.
Se llamaba Felisa y fuimos pareja hace más de veinte años; nuestra relación duro cerca de cuatro y cuando nos despedimos sabíamos que seriamos grandes amigos para toda la vida. Como vivía en mi barrio, coincidíamos constantemente y siempre que podíamos nos sentábamos en una cafetería a contarnos como transcurrían nuestras vidas. Recuerdo cuando me contó que le gustaba un chico, recuerdo su cara cuando me invitaba a su futura boda (a la que no asistí), recuerdo como si fuera ahora cuando apretándome la mano me dijo que estaba embarazada y que ese mismo día se lo contaría a David, su marido. Bueno, el tiempo pasa, ya sabes, su hijo tiene ahora unos 7 años y todavía no sabe que es huérfano.
Es curioso, Felisa, al igual que tú y que yo y casi la totalidad de seres que intentan vivir en este planeta, nació debido a un procedimiento biológico, pero ha muerto por culpa de un kraut borracho e imbécil mientras regresaba a su país, después de pasar un mes con su marido. No puedes imaginarte la cara de sus hermanas mientras me lo contaban, ¡no hace ni media hora! Al principio, mientras mi cerebro trataba de encauzar la información, he sentido nauseas, unos segundos después, las piernas se han puesto a temblar y he tenido que mirar hacia otro lado para ocultar las lágrimas y tragar saliva.
Querida, te escribo este email lloriqueante porque necesito que hagas de psicóloga invisible. Escribir lo que siento me ha quitado un peso de encima; ahora sólo falta que deje atrás la vergüenza y llore unas lágrimas, abundantes aunque amargas.
Besos.