Email del 4 de diciembre 2014

Victor Brauner. Objet subjectivité (1957)

Hola:

La ropa interior femenina ejerce una enorme fascinación para casi la totalidad del género masculino, pero también es la causa de ciertos temores insondables que anidan en el subconsciente. Pero no voy a hablarte de bragas ni sujetadores, más que nada porque estoy convencido de que tú no eres la clase de público apropiado para escuchar lo que tengo que despotricar sobre el tema, ya que jamás las has usado. Bueno, por lo menos siempre te jactas de eso. Hoy voy a tratar de escribir (o mejor, escupir) sobre el asco que me produce la gente que trata de aparentar que no envejece. Y es que hacerse viejo conlleva una serie de cambios corporales, pero sobre todo mentales, que no son siempre bien recibidos por un cerebro acomplejado y carente del sentido lúcido de la realidad. Conozco mujeres (y algunos hombres) que pese a tener 200 años, bueno, digamos cuarenta y muchos o cincuenta y pocos, visten como si fueran adolescentes. Y claro, la gente les mira por la calle cuando se contonean como peonzas. Podría contarte el caso de Lucrecia Marín, que pese a estar cerca de los setenta se negaba a reconocerlo, por esa razón no había un sólo espejo en toda su casa. Una vez la visité y mientras la ayudaba a preparar la comida sufrí un pequeño percance con las bachoquetas (judías planas) y tuve que ir urgentemente al baño. Lo que encontré allí me dejó patidifuso. Entre toallas sucias y tiradas por el suelo y millones de productos cosméticos había un Sundoncio viejo y bastante destartalado. Ahora supongo que te preguntarás qué cojones es un Sundoncio. Pues no tengo ni la más puñetera idea, pero te juro por mi honor, que allí había uno, colgado de un toallero blanco cuyo esmalte recién pintado no podía esconder la vetustez plástica de su acabado. Cuando le pregunté para qué quería un Sundoncio, ella me respondió que para «traumatizar la genética imperfecta de mis instintos». Al escuchar la incongruencia de su explicación, supe que tenía que salir de esa casa corriendo, pero antes, sin que pudiera percatarse, robé el Sundoncio y me lo metí debajo de la chaqueta.

Horas más tarde me encontraba en mi habitación con un Sundoncio sucio en una mano y cara de gilipollas por encima del cuello. Al principio creí que esa cosa serviría para algo, así que me pasé la siguiente media hora pensando en su utilidad. Al final me di por vencido y lo arrojé por una ventana. La primera persona que pasó por la calle se quedó mirando el objeto pero  optó por pasar de largo. La segunda, una mujer de unos 49 años y de aspecto zozobrante lo recogió con reverencia mientras exclamaba: «¡Un Sundoncio! Siempre he querido tener uno. ¡Hoy es mi día de suerte! Y se largó tan feliz como una marioneta. Al día siguiente, se presentó en mi hogar Lucrecia, con cara de pocos amigos y echando fuego por los ojos me preguntó que había hecho con su Sundoncio.
-Eres un asqueroso ladrón. Ese Sundoncio era mío. No tienes derecho a quedártelo.
-Lucrecia, te juro que no sé de que me hablas.
-¡Era mi Sundoncio! ¡Era mi Sundoncio!
Y mientras recitaba esa demente letanía se echó a llorar. Al verla tan compungida le prometí recuperarlo, pero antes le volví a preguntar para qué diantres servía ese extraño artilugio.
-Ya te lo dije, sirve para traumatizar la genética imperfecta de mis instintos. ¿Es que eres idiota? Necesito mi Sundoncio. Si no lo tengo antes de catorce horas, todo lo que he sido volverá a no ser. Todo lo que he poseído, dejará de serme útil. Si no me devuelves el Sundoncio me habrás condenado…
Le prometí que se lo devolvería y ella se largó gimoteando. A las pocas horas de su visita decidí mudarme de apartamento. Supongo que seguirá echando de menos algo que no existe y que yo bauticé. ¡Es su problema!