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Martiros Sarian. Partridge (1925) |
El siguiente texto apareció escondido entre el ahuecador de las enaguas pertenecientes a un traje de fallera propiedad de mi casera que descansaba en un arcón de madera. El relato, si es que puede ser llamado de esa manera, es absolutamente disparatado. Voy a transcribirlo tal cual está escrito, aunque solo se conservan en buen estado los dos primeros parágrafos y los seis primeros vocablos del tercero. El resto, doce más, son ilegibles.
La única manera de satisfacer su naturaleza depravada era proporcionándole cojas. Sí, he dicho cojas. Podría haber intentado ser un poco más distinguido y referirme a mujeres renqueantes a las que les faltaba una pierna, pero mi delicadeza acabó el día en que comencé a trabajar para él hace más de 15 años. Y representar el papel de secretario, colaborador, adjunto o conseguidor, creedme, no fue tarea fácil. Todos los martes y viernes de cada semana debía llevarle una paticoja con la que pudiera mantener relaciones sexuales. La verdad es que pagaba tan asombrosamente bien que en pocos meses se corrió la voz entre las prostitutas tullidas que terminaron haciendo cola para yacer con él. Durante los dos o tres primeros años no tuve demasiados problemas, pero llegó un día en que me fue totalmente imposible encontrar nuevas lisiadas. Y el cabrón de Rotustio no quería repetir con ninguna. ¡Óspera negra!, acabo de escribir su nombre. No importa, lo voy a dejar. Supongo que cuando alguien lea esta especie de misiva yo ya habré acabado con todo.
Todavía recuerdo a la primera coja. Se llamaba Crescencia, aunque su nombre de batalla era «la Lanzavenablo». La contraté para que le practicara cuatro felaciones por 500 pesetas, pero se descontó y acabó haciéndole siete. Por lo menos eso es lo que me contó Rotustio. También recuerdo su rostro, extraordinariamente simétrico, y por lo tanto, bello. Sin embargo no me acuerdo de la cara de la última. Solo recuerdo que era una coja falsa y que fue descubierta y puesta de patitas en la calle y sin consideración alguna por el desgraciado de Rotustio. A partir de ese momento comencé a experimentar una sensación de asco y animadversión hacia mi jefe que culminó el día en que lo apuñalé en la espalda 27 veces.
El sonido que emite la perdiz…