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Constantin Brancusi. Sculpture for the blind (1916) |
De entre todos los objetos inamovibles que atesoro en mi habitación, destaca una gran e informe figura de alabastro de Gelsa, que según su autor no representa absolutamente nada. Obviamente hay una considerable diferencia entre no representar absolutamente nada y representar la nada absoluta. ¡O puede que no! Algunos de mis amigos están convencidos de que en realidad el autor soy yo y que me he inventado esa patraña porque la escultura es francamente horrenda. Otros simplemente deducen que es la imagen de un huevo de ave rock escalfado. Sea lo que fuere, esa despampanante talla es lo primero que veo cada mañana cuando me despierto, y lo último cuando me acuesto. En ocasiones también la miro cuando la próstata me joroba y me obliga a levantarme a mear en mitad de la noche o cuando me acuesto borracho y cantando Viva mi Sevilla a las tantas.
Y me encontraba mirándola de una manera enfermiza cuando escribí ese cuento sobre las criaturas misteriosas y las fuerzas improbables que comenzaba más o menos, y cito de memoria, «Era un árbol de mediano tamaño. En la mitad superior dormían varias familias de gorriones. Sin embargo la mitad inferior siempre estaba vacía porque por las noches se llenaba de gatos. A los felinos les gustaban los muslitos de los «Passer» y al mismo tiempo se ponían fuera de peligro, pues cinco perros viciosos que se alimentaban exclusivamente de mininos hacían guardia hasta la salida del sol. Un día el astro rey se retrasó y la oscuridad duró varias horas más. Los gorriones no comprendían qué era lo que sucedía. A los gatos en realidad les daba todo absolutamente igual y los perros no querían meterse en disquisiciones complejas e interminables».
Aunque algunos estén completamente convencidos, no, no miraba la escultura el día en que alguien robó el estetoscopio al doctor R unos pocos minutos después de que me auscultara. Tampoco la miraba cuando comuniqué por teléfono a M que estaba pensando seriamente en poner su nombre a un retortijón. Ni siquiera cuando inventé el vocablo «enjabonamulas», más tarde adoptado por todos los escritores campestres, rurales o pastoriles. No obstante, aunque no estoy del todo seguro, creo que sí la observé detenidamente cuando me comunicaron por medio de un email que mi texto Teoría general de la puta mierda acababa de ser galardonado con uno de los 70 accésits de consolación en el prestigioso concurso literario organizado por un bibliofóbico.