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| Dave Pollot. Ni puta idea del título ni del año. | 
Querida amiga:
A la misma hora que un intersticio invisible permitía colarse a los murmullos que emitía la gente mientras existía, yo estaba en mi casa hablando conmigo mismo sobre mí mismo. Creo que fue a mitad de dicha conversación cuando llegué a la conclusión de que aunque mi rostro descangallado, tambaleante y marchito expresase cierta tranquilidad graciosamente adquirida, en realidad, en mi interior se estaba formando una especie de borbollón estacional que fluía arrastrando sedimentos de negatividad y pesimismo. En otras palabras: me sentía como un neutrino atrapado. Desde luego, pensar que me quedaban unas pocas repeticiones exactas de los últimos años para morir no me ponía de mejor humor. Y no es porque tuviera miedo de abandonar la puta mierda de existencia que todos conocemos, sino porque prefería hacerlo lo más lejos posible de esta perfusión oximorónica que todo lo engulle. Sí, efectivamente, me refería entonces y me refiero ahora al sistema. Y al subsistema del sistema, también conocido como Triple Ese (sociedad, suciedad, saciedad), pero también ciudadanía, albardanía o más sencillamente como perdición o defecación continua.
Mientras meditaba sobre mi pretendida resistencia al tiempo, mis ensoñaciones se desviaron hacia mi pasado con… ¡ellas! ¿Ellas? Sí, ellas. Mi primera mujer preparaba morteruelos manchegos en un local en el que también se hacían fellatios conquenses. Con lo que ganaba se compraba bártulos y cachivaches. Mi segunda mujer acabó enrollándose consigo misma y tuvieron que desdoblarla unos desplegadores autorizados. Yo en aquellos instantes me encontraba a ciento y pico kilómetros de distancia, no obstante, cuando me explicaron el suceso me alegré de que se enroscara sola y no con algún tipejo desagradable o amigo traidor. Mi tercera mujer me insultaba. Me llamaba calzonazos y pelele. Un día le intenté atizar un guantazo, pero fallé y mi mano se estrelló en la cara de su madre, que era igual o peor que ella. Por supuesto salí corriendo y acabé en Kızılcahamam, cerca de Ankara, donde viví ocho años. Allí me hice misógino y deshollinador. Unos años después regresé a Valencia y alquilé un pisito en Benimaclet.
Parafraseando a Hamlet: «hay mucha lógica detrás de esta locura». Me refiero a vivir en Benimaclet, un barrio a las afueras donde nunca ha existido el silencio y en el que la mayoría de sus habitantes, taciturnos y melancólicos, se zancadillean los unos a los otros mientras entonan parcialmente desentonados a modo de mantra extenso el Pamparapimpo Pamparapimpam, que no es más que una versión descafeinada del jodido Salmo 4563, el canto polisémico, fúnebre y apresurado referido al reconocimiento de los pecados. ¿Los pecados? Yo… ¿Pecador? Yo soy, básicamente, una rareza obvia y estremecedora formada por hidrógeno y helio. Y maldigo a quien me lleva la contraria desde el centro de mi propio universo. Poco o nada importa que sufra en silencio el dolor producido por décadas de amputaciones y ablaciones. Estoy sufriendo la primera fase del maldito hipogonadismo de inicio tardío y no voy a tolerar ninguna otra payasada de la gente que me rodea.
Para terminar, un minipoema titulado Mientras manoseaba a una caricata de aspecto prostibulario:
saltaba, saltaba
entre los pináculos de caliza
caliza, caliza
mientras yo me hurgaba la nariz
hurgaba, hurgaba
hurgaba, hurgaba
hurgaba, hurgaba