Email del 10 de abril de 2025

FRÓNESIS – (PRIMERA PARTE)
Voy a tratar de relatar la historia de un giróvago emocional, Chenillo Lucio, o el ado cincelado, como le llamábamos sus conocidos más cercanos. Algunos de esos amigos, tan sabios y perspicaces como él, siempre han considerado que mis recuerdos, sobre todo los manuscritos, están absolutamente impregnados de una extraña mezcla de candor y generosidad, aunque siempre esquivando de una u otra manera el sentido de la objetividad. Es muy probable que sus alegatos no carezcan por completo de cierto sentido elegíaco, pero llegados a este punto, ¿existe alguien, sobre todo entre los que lo conocieron y trataron, que se pueda autodefinir como inmune a la confianza que proporciona la verdadera amistad?
Comenzaré por el final. Chenillo desapareció a mediados de agosto del año 2004. Nunca más se supo de él. Ni siquiera sus únicos familiares vivos, un tío abuelo de avanzadísima edad y un sobrino nieto de reducidísimo intelecto saben si todavía está vivo o muerto y cuál es la verdadera razón de su evanescencia. Probablemente, o por lo menos es lo que trato de creer, la caída estrepitosa de su mundo comenzó con la publicación de su último libro, el epistolario titulado «Entelequias totales o parciales», una voluminosa recopilación de más de 2000 cartas escritas en sus tres últimas décadas de existencia.
Repasemos la última de esas cartas, escrita el 25 de noviembre del 2003 y dirigida a su psiquiatra, la doctora Estíbaliz Soliz de Liz:
—
Agitada doctora y sin embargo, émula:
Todavía mantengo la misma pregunta que le hice en la anterior misiva y que usted decidió resolutivamente obviar: ¿Hay sardinas en todas las latas? Y si hay sardinas en todas las latas, ¿por qué hay sardinas en todas las latas? ¿Por qué no hay, por ejemplo, anchoas o cefalópodos troceados en algunas de las latas de sardinas? Seguramente porque si hubiera otro tipo de pescado o molusco en una lata de sardinas o sardinillas, la gente se quejaría justificadamente. Pero es que la gente se queja por cualquier cosa, con o sin razón, simplemente por el hecho de quejarse. Le pondré un ejemplo. Hace unos días le regalé a una amiga un baúl construido con madera ebonizada. Después de darme las gracias, me preguntó por qué no le había regalado un baúl de ébano auténtico. Cuando le respondí que el ébano era extraordinariamente caro me respondió que lo comprendía, pero que como mujer, y sobre todo, humana y achuchable, sentía la imperiosa necesidad de quejarse por puro vicio. Que era algo que le habían enseñado con inmensa dedicación sus padres y que le encantaba hacer. Luego añadió que le había gustado muchísimo el baúl aunque le hubiera agradado más un arcón con la cubierta convexa.
En realidad no sé por qué le he puesto este ejemplo. Podría haberle descrito cualquiera de los cientos que se me pasan por la cabeza o que incluso me suceden. ¿Recuerda cuando le envié, firmada y dedicada, mi «Exaltación autolítica no suicida de un bidé de loza»? Usted me dio las gracias, no sin antes clavarme la mirada con la potencia de una barrena eléctrica. Quizá le pareció que un tratado (mecánicamente inexplicable) sobre esos pequeñajos y, a menudo, aovados lavabos empleados para la higiene íntima o simplemente la limpieza peritoneal no era un presente del que sentirse complacida. De hecho tengo entendido (alguien me lo comentó) que lo usa como corrector de un canterano antiguo que cojea. ¡Menos mal que no le dediqué «Cómo sobrevivir a una emasculación no autorizada», mi autobiografía monomaníaca escrita durante un periodo de cinco años en los que me dediqué exclusivamente a calzoncillear licenciosamente y escribir como un poseso a base de cubalibres de ron Bacardí con colchicina.
Según Agustín de Hipona (AKA San Agustín), el conocimiento de las verdades eternas es lo que nos distingue de las alimañas y nos hace usufructuarios de la Razón (con mayúscula). Esa usufructuación, y perdóneme por la palabrita, es la que nos eleva hasta el verdadero entendimiento de nosotros mismos. ¿Usted se conoce a sí misma? Porque estará de acuerdo que sólo conociéndose a sí misma puede llegar a ser capaz de entender a los que le rodean, ya sean camaradas o simplemente víctimas. No sé si se da cuenta de lo que trato de expresarle. Tampoco es que me importe demasiado, pero me gustaría tanto verla caer. Dicen que cuando cae un árbol grande es natural que la tierra que lo rodea tiemble. Cuando usted caiga, y créame, tarde o temprano lo hará, la percepción de su derrumbamiento (quizá mejor hundimiento) sólo será perceptible para las pequeñas o pequeñísimas criaturas que se arrastran como los gusanos, las babosas o las orugas.
Contésteme: ¿le gustaría convertirse en mi manceba?
Cortésmente,
Chenillo L.
—
Dejando a un lado la extravagantemente carnal última pregunta -rubricada según el historiador apátrida Gelatino Fluscus reprimiendo una catártica carcajada- el resto de la misiva no es más que un tremebundo disparate garrapateado ex umbra in solem. Se rumorea que siempre que Chenillo se irritaba terminaba ofuscandose y siempre que se ofuscaba su rostro tendía a transformarse en una especie de máscara Senoufo. La única manera de volver su semblante a su estado inicial era escopleando. Y parece ser que escopleaba magníficamente, especialmente sobre madera de tilo o arce.
Las misivas fechadas el 11 de febrero del 2000 y el 24 de abril del mismo año y dirigidas a su exconvecino Amalio Rododro explica de manera un tanto trampantoja ese enfermizo pasatiempo:
—
Querido Amalio:
Ayer me disloqué las articulaciones de los dedos índice, medio y anular de tanto darle al cincel y al formón, pero al final quedé tan sumamente satisfecho con el resultado de la ranuración sobre un bloque de madera de arce que terminé levitando unos 25 centímetros por encima del escabel (ahora ya sabes dónde asiento mis posaderas mientras opero con el cortafrío). Cuando estaba terminando de barrer el serrín del pavimento sonó el teléfono. Por supuesto lo descolgué y al otro lado se encontraba Etxebeste Maldonado, un gitano vasco que solo habla el erromintxela. Como mis conocimientos de ese pogadolecto es francamente limitado nuestras conversaciones tienden a terminar con gruñidos, graznidos, berridos y una extraña mezcla de cantos Yodel y gorgoritos litúrgicos relativamente avanzados. Tras colgar el teléfono me dirigí con premura hacia la cocina para prepararme un pequeño refrigerio que no pude terminar, pues de repente volví a tener esas fastidiosas ganas de escoplear, así que volví a sentarme sobre el escabel, agarré con inusitada fuerza la gubia de perfil recto y descargué toda mi habilidad sobre el tarugo de madera que representaba la figura de un hisopo nasofaríngeo. Tras tres horas de extenuante trabajo me relajé enviando mentalmente a la gran puta mierda a William I. Thomas y su famoso teorema.
Un abrazo
Chenillo Lucio, maximalista convencido.
Amigo Amalio:
Hace unos cuantos días robé un formón Koyamaichi con mango de Gumi. Quería robar un Fujikawa, pero me equivoqué al extender el brazo mientras intentaba que no me viera nadie. El problema es que soy incapaz de hacer dos cosas al mismo tiempo, y mirar en dirección del dependiente y enviar una orden concreta a la mano son dos acciones diferentes. Pero no importa, mañana intentaré llevarme el Koyamaichi. ¿Sabes? Solo hay doce o trece ferreterías en toda la provincia de Valencia que tengan en stock formones japoneses. La desagradable realidad es que se pueden conseguir fácilmente encargándolos, pero eso conllevaría, en el mejor de los casos, una agónica espera de entre 7 y 17 días.
Mañana asistiré a una reunión de escultores en madera a la cual también acudirán algunos carpinteros creativos invitados especialmente por Dulcineo Gazolino, presidente del consorcio de ebanistas del Turia. Por cierto, este tipo, Dulcineo, desprende un hedor nauseabundo. Algunos, los que tienen el cerebro más estropeado, dicen que es porque hace un cuarto de siglo prometió a su difunta esposa y al amante de ésta, que no se volvería a bañar hasta que se volviera a bañar (sic). Y para que quedara totalmente claro lo juró delante de la imagen de san Afrodisio de Etiopía. La verdad es que preferiría ir a mi burdel favorito, pero se lo prometí a Danmatio Fruzafra, administrador de la asociación, en un momento de obnubilación alcohólica.
Esta mañana, mientras imaginaba que escopleaba sobre una traviesa destartalada, sentí una sensación dismorfofóbica que terminó cuando todos los síntomas se marcharon de farra y me dejaron acurrucado sobre el suelo y, de alguna manera, congelado en el tiempo. Cuando después de algunas horas la autoglaciación se derritió, me incorporé con ayuda de mis instintos más aletargados y me disparé a bocajarro un montón de ideas sobre variaciones catatónicas, bucles temporales, el permafrost de la memoria y las tres, sí, las tres transformaciones del espíritu de Nietzsche. Pero también me descerrajé algunas preguntas retóricas: ¿Por qué los hijos de puta no se estremecen nunca? ¿Para qué sirven las conflagraciones? ¿Es verdad que el ruido que hacen cada una de las opciones múltiples es semejante al de una carracla? ¿Están a punto de llegar…todos ellos? ¿Donde está la acracia? ¿Qué es la acracia? ¿Una señorita?
Tu amigo,
El ado cincelado
—
Dicen que en cada una de las percepciones humanas existe una evidente correspondencia animal, por supuesto si diferenciamos con sensatez sus propias causas, nos fundamentamos únicamente en la memoria de los simples hechos y descartamos cualquier tipo de instrucción divina. Chenillo detestaba las religiones, los creyentes y la constitución triple del ser humano. El cuerpo —decía— no es más que una estructura relativamente compleja aunque fallida, amorfa e inconsistente. El alma no existe, de la misma manera que no existe la sustancia, la esencia o la mortadela cósmica, en cuanto al espíritu, esa inmaterialidad inengendrable y necesariamente aborrecible… ¡hasta aquí hemos llegado!
Revisemos la primera de las cinco cartas sin fecha, también denominada «la epístola negra», enviada a un desconocido llamado Chinello Culio, probable anagrama de Chenillo Lucio. En la misiva original existen algunas palabras tachadas que sustituiré por tres equis mayúsculas.
—
Buenos días, Chinello:
Las criaturas preestablecidas que de alguna manera garantizan los movimientos definitivos en mis delirios más absolutos han desaparecido de una manera francamente insólita, por lo cual he tenido algunos serios problemas para volver a recuperar mi forma congenial ordinaria.
Amigo, ¡no sabes la suerte que tienes! Eres imperturbable, flemático, indiferente y una estación andante de imposibilidad absoluta. Imposibilidad a las palabras. Imposibilidad a los hechos, a las circunstancias, a las disposiciones, a la condición y al tiempo. Eres un prodigio de la sustantividad, sin embargo rechazas cualquier conversación dirigida desde la dentelequia al mismo tiempo que te persignas delante de una imagen sagrada. Cuando te conocí pensé que eras un completo badulaque. Después de tener varias conversaciones contigo te ascendí a bodoque. No fue hasta muchos años más tarde que sentí que aunque realmente parecías un tarugo, realmente eras un ignorante. ¡Y de los más grandes! Pero espera, eso no es todo, eso no es todo; durante toda tu vida adulta no has sido más que un maldito putañero y adorador de un proxeneta crucificado. ¿Te parece normal? ¿Te parece lógica esa especie de macumba sexagenaria?
Hace bastantes años, mientras navegaba con algunos amigos en una destartalada embarcación, escuché una voz interior que me ordenó que me alejara del resto y me ubicara en la amura de babor. Por supuesto, hice caso a esa especie de mandamiento y me senté sobre una mancha negra y pegajosa que había en la cubierta. No pasaron ni diez minutos cuando de repente sentí un cambio tenso que terminó con la aparición de un tipo que me recordó a Jesucristo. Cuando le miré fijamente él me contestó poniendo una cara desquiciadamente esquizoide y luego me escupió en un ojo.
(Continuará)
Email del 10 de abril de 2025 Leer más »