Email del 12 de enero 2018
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| Max Ernst. Human form (1931) |
¿Quién soy yo? Ni siquiera soy capaz de definirme. ¿Quizá un merodeador enfermizo, excéntrico y culpable? Si de verdad alguien cree que soy culpable de algo, me gustaría que definiese el término de una manera cognoscible. Soy responsable de mis actos, de acuerdo, pero no de la totalidad absoluta de estos. Mis movimientos son únicos y propios, pero no me pertenecen por completo. ¡Algo vive en mi cabeza! Noto como se inquieta cuando trato de ser lógico. Por esa razón a menudo hago cosas absurdas, me meto en líos demenciales y pienso en términos disparatados y contradictorios. Pero no creas que estoy loco. He escrito que algo vive en mi cabeza, no que ese algo me hable o me dicte órdenes. Te pondré un ejemplo que seguramente comprenderás. Supón que te duele la barriga y por eso expedes una flatulencia. ¿Quién es el culpable de que importunes a los que te rodean en ese instante -por pocos que sean- o a tu perro que te sigue a todas partes como un virus, o a ti misma repleta de inconvenientes y desventajas, con los efluvios desprendidos por esa especie de pre-hez no solidificada y que antecede a una verdadera mierda, retenida por prudencia, vicio o falta de ánimos? No, por supuesto que este ejemplo no tiene nada que ver con mi disquisición pero, ¿acaso mis argumentos han sido en algún momento razonables? Simplemente quería que el texto se volviese sucio y mugriento como la sociedad a la que sirvo. Y que te ahogaras leyendo esa frase tan larga, mal redactada y con las comas fuera de lugar. Te pondré otro ejemplo que nada tenga que ver con lo que, vete tú a saber, quiere exhalar esta especie de locución conjuntiva no representativa. Ahí va: un tipo sin nombre compra un detergente con fórmula de doble acción para envenenar a su madre y así heredar toda su fortuna. Supone que la doble acción de la fórmula ayudará a matarla dos veces o, por lo menos, la fulminará con doble poder asesino. Mientras vierte algunos centímetros cúbicos en el vaso de leche de la infortunada, piensa en el número de ocasiones en los que ha realizado la misma acción en sueños. El número es tan alto que le produce un repentino mareo y se desploma desmayado. La madre escucha el sonido de su caída y se acerca. Contempla a la sangre de su sangre inerte. Asustada intenta revivirlo a besos y repara en el vaso de leche. Lo coge, lo acerca a los labios de su retoño, y este, confuso, lo bebe.
Tengo un sueño recurrente que hace que me despierte con fuertes erecciones. Voy por la calle y me encuentro a un grupo de chirigoteros cantando esas sandeces destinadas a fundir el cerebro de animal invertebrado de algunos humanos. De repente levanto los brazos, invoco a un dios imaginario y le obligo a que decapite a los que entonan peor. La fuerza vengadora figurada cercena las cabezas de los 21 cenutrios con una fuerza tan potente y desoladora que es escuchada en el lago Issyk-Kul por un pescador, que años después escribirá un ensayo literario sobre sus vivencias ese fatídico día. Camino sobre las cabezas ensangrentadas, me siento sobre una, saco del bolsillo del pantalón un plátano y me lo como por la oreja. Hasta aquí el sueño. Ahora, un poco más de realidad. Y la realidad es que todo lo que hace la gente lo pueden hacer los monos, posiblemente mucho mejor. Todo lo que dice la gente, lo puede decir un loro gris, seguramente con una dicción más clara y un mensaje oculto más directo. Lo que quiero expresar es que no sé lo que quiero expresar. Solo sé que todo lo que tenga que ver con el ser humano, me deshumaniza. De la misma manera que todo lo que tenga que ver con un ser rumano me desrumaniza. Ayer un tipo rumano se acercó a mí mientras paseaba, me cogió con fuerza de las solapas y me gritó que yo era un tío feo, feo de verdad, y que no comprendía como en Spania (sic) dejaban a los tíos feos, feos de verdad, salir a la calle. Después de darle unas palmaditas en el hombro y zurcirlo a cuchilladas me dirigí a mi casa, me lavé la sangre de las manos y me miré en el espejo. El puto rumano tenía razón. Soy feo. Feo de verdad. Pero en otra época fui muy hermoso. Hermoso de verdad. Tan hermoso que las mariposas me seguían drogadas por el aroma a néctar fresco que desprendía cuando caminaba y las flores de diente de león dirigían sus pétalos y sépalos hacia el lugar donde vine al mundo. Ahora esa carretera que lleva a la casa donde nací no es más que un camino abrupto y polvoriento infestado de cardos, ajonjos y cardenchas.
Mientras te escribo esta retahíla de lamentos escucho unos golpes en una de las paredes del salón. Los vecinos están de obras. Estoy seguro de que esos mismos golpes escuchan a su vez a otros golpes. No quiero decir que un golpe sea una esencia viva, por Jesús, lo que intento expresar es que cada golpe proviene de un golpe anterior en el espacio-tiempo. Posiblemente un golpe consanguíneo o emparentado. Pero nunca, y recalco el adverbio nunca, de un linaje separado o independiente. ¡Sí! creo tanto en los golpes. Y en los choques. Sin embargo abomino de los impactos y los leñazos. Ya sabes, cada uno es como es. Tú eres tierna y compasiva y yo soy un grandioso y extraordinario HUMANISTA.
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