Email del 1 de enero 2018

Edvard Munch. Meeting (1921)

Las propuestas de la comisión llegaron a un punto muerto cuando el representante del grupo misántropo golpeó con el puño la mesa mientras llamaba «deyección migalomorfa saponificada» al delegado principal que representaba a varias asociaciones comunicativamente extrovertidas, que lejos de amilanarse devolvió el golpe manifestando que todos los introvertidos y retraídos eran unos «asociales a los que los delantales de sus mamás habían condenado a la majadería eterna». Por eso causó una gran conmoción el hecho de que fueran pillados infraganti tres horas después retozando lascivamente en el suelo de uno de los aseos del hotel de cinco estrellas donde ambos grupos se hospedaban. Según María del Carmen, la señora de la limpieza, costó más de cinco minutos conseguir que se separaran y otros tantos que se subieran los pantalones. Pero lo más curioso es que nada más salir por la puerta del servicio, ambos retomaron los insultos y las imprecaciones, que solo cesaron cuando cuatro guardias civiles los separaron. Según el sargento primero Pizarro, les llevó 45 segundos separarlos aunque siguieron con las descalificaciones hasta que dejaron de estar en el mismo ángulo visual.

La siguientes entrevistas fueron realizadas por una periodista de la televisión local unas horas después a ambos sujetos, aunque, por supuesto, en diferentes instantes y localizaciones.

Entrevista 1.
PERIODISTA: ¿Es cierto que usted, como insociable convencido y lider de la facción misántropa, ha acudido a esta asamblea solamente para, y cito sus palabras de hace tres días, «partirle la cara a ese matasiete emasculado»?
MISÁNTROPO: Hace usted unas preguntas muy directas, señorita. Pero le responderé sin evasivas. Sí, tenía ganas de escupirle unas cuantas verdades a ese chiquilicuatro barruntado y estoy totalmente convencido de que ha aprendido que con nuestra hermandad no se puede jugar. Nuestros valores, huraños y hoscos, a partes iguales son demasiado sólidos como para someternos ante los desprecios de esos ñiquiñaques estantiguados. ¡Malditos niponinos churretosos ajumados!
PERIODISTA: Pero sin embargo se rumorea que ustedes dos tienen , en fin, que están, bueno, les pillaron en el baño…
MISÁNTROPO: Eso que trata de insinuar es una afrenta. Nos pillaron sí, en el aseo, sí, pero estábamos afeitándonos. Cada uno con una maquinilla diferente frente a dos espejos diferentes. Nada más.
PERIODISTA: ¿Entonces niega tener una relación de amor-odio y sexo letrinoso con su antagonista?
MISÁNTROPO: ¿Sexo letrinoso? Está usted enferma, amiga mía. Debería hacerse ver por un buen sexólogo clínico.
PERIODISTA: ¿Niega que fueron pillados tumbados en el suelo?
MISÁNTROPO: Por supuesto.
PERIODISTA: ¿Niega que tuvieran bajados los pantalones?
MISÁNTROPO: Lo niego.
PERIODISTA: ¿Niega que tuvieron que subirles los pantalones a la fuerza?
MISÁNTROPO: Señorita, me temo que la conversación ha finalizado.

Entrevista 2.
PERIODISTA: Le veo con aspecto deprimido. ¿Quizá piensa que todo esto se ha salido de madre?
EXTROVERTIDO: ¿Todo esto? No la comprendo, señora.
PERIODISTA: Trataré de ser más directa. ¿Está usted enamorado del líder del grupo de los misántropos?
EXTROVERTIDO: Ya sé a dónde quiere llegar. Lo pregunta por esos malditos rumores. Señora, estoy casado desde hace 22 años, tengo 3 hijos un perro hemofílico y una suegra diabética. Además mi heterosexualidad es legendaria.
PERIODISTA: Les pillaron con los pantalones bajados…
EXTROVERTIDO: Vivimos en un país de dementes pornográficos. Tanto él como yo coincidimos en el váter. En un momento dado el fue a orinar y cuando terminó no podía subirse la cremallera. Se había atascado. Yo, simplemente le estaba ayudando cuando entró esa mujer con el mocho y se puso a gritar como una loca.
PERIODISTA: ¿De verdad espera que me crea lo que dice? ¿Olvida que le llaman «El mayor embustero del mundo»?
EXTROVERTIDO: Así me llaman mis enemigos. Mis amigos, que son mucho más numerosos, me llaman «La magnificencia hecha carne» y se dirigen a mi persignándose.
PERIODISTA: ¿Entonces niega que fueron pillados tumbados en el suelo?
EXTROVERTIDO: Por supuesto. ¡Menuda tontería!
PERIODISTA: ¿Niega que tuvieran bajados los pantalones?
EXTROVERTIDO: ¿De verdad cree todo lo que se dice por ahí?
PERIODISTA: ¿Niega que tuvieron que subirles los pantalones a la fuerza?
EXTROVERTIDO: Yo solito soy perfectamente capaz de subirme los pantalones sin ayuda de terceros. Señora, tengo que dejarla. No he comido nada desde la hora del almuerzo y mi estómago hace ruidos desagradables.

Lamentablemente, la sordidez de esta historia pasó bastante desapercibida al ser sustituida por otra, no menos indecente, que la colapsó completamente. Me refiero al caso de la marmitona y el edema de zumo de naranja natural, que será tratado convenientemente en una próxima entrega.

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Email del 31 de diciembre 2017

Max Ernst. Switzerland, Birth-Place of Dada (1920)

Apreciada amiga:

Aunque me separé del género humano hace unos 55 años, todavía suelo mostrar algunos rasgos antropoides, sobre todo cuando paseo por las calles de mi barrio. Y es curioso, cuando camino como una persona normal y sensata, es decir, desorientado, melancólico y sin querer llamar demasiado la atención, casi todo el mundo me mira, pero cuando voy dando saltos muy parecidos a los que intentaría un músico heavy al que le han puesto una araña en el sobaco o cuando ando imitando a Jerry Lewis en el papel de mariscal Erik Kesselring en la maravillosa pero denostada «¡Donde está el frente?» nadie repara en mí. Por esa razón estoy pensando seriamente en bajar a la calle completamente vestido, o por lo menos, con pantalones y calzoncillos.

Mañana será el primer día del último año de mi vida, por lo menos eso es lo que auguró la refugiada suiza Madame Jeaninne cuando me negué a pagar sus servicios de predicción. Si realmente muero el próximo año, quiero que escribas un libro sobre mí. Si no quieres escribirlo puedes dictarlo, pero me gustaría que estuviera repleto de trápalas y comadreos. Y sobre todo que comenzara con el siguiente párrafo:

«Hace un millón de años que hace un millón de años. No podría hacer un millón de años si solo hubieran pasado medio millón de años. Por lo tanto hace un millón de años que hace un millón de años. No, queridos, no os estoy vacilando, simplemente quiero que aprendáis a distinguir entre ciertas cantidades».

Greg

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Email del 30 de diciembre 2017

Max Beckmann. Dancing bar in Baden-Baden (1923)

Querida:

La gente vulgar y solcialmente prostituida suele despedir el año tragando uvas. Yo lo hago tragando hidrato de cloral en 12 sorbitos, pero sin seguir el isocronético ritmo de las jodidas campanadas. Entonces te preguntarás por qué razón me sedo con 12 sorbitos y no 14, 16 ó 18. Podría responderte en un periquete si no estuviera anonadado ante la ínfima calidad de la pregunta, más propia de un ejemplar de Equus africanus asinus al que le han practicado una lobotomía con un tenedor para entrantes, que de un Homo sapiens del género femenino, con tres carreras universitarias y cuatro vibradores multirrítmicos, dos de ellos dobles.

Celebrar el fin del año se me antoja tan inútil como introducirse -uno mismo- una cobra india por la bragueta. O como introducir 3/4 partes de la Nada en una pequeña fracción del Todo. O como introducir algo anteriormente introducido y decir a todo el mundo que ese algo nunca había estado plenamente introducido, o por lo menos, debidamente introducido. Por cierto, ¿existe el verbo «extroducir»? Yo suelo festejar los días en que no me ha sucedido nada malo (que son pocos) o los que le ha sucedido algo malo a cualquiera de mis ex (que son muchas), a mis vecinos o al director de mi banco, pero nunca celebraría algo que no tiene sentido. ¿Por qué no se celebra el día que uno se contagia de herpes genital? Lo veo más lógico. ¿O el día en que se revienta una almorrana?

Hace algunos años, un amigo mío se dejó llevar por sus impulsos erráticos y se quemó a lo bonzo en Nochevieja. Por lo menos eso creyó él, pues se equivocó de fecha y se inmoló un día antes. Mientras el negro y gemebundo manto de la muerte lo envolvía en el pabellón de requemados del hospital, se le escuchó gritar «mierdaaaaaaaaa». Te cuento esto para que me ayudes a llegar a una conclusión. Si no puedes ayudarme a llegar a una conclusión, me bastará con que me ayudes a llegar al orgasmo.

Te quiere

Greg

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Email del 29 de diciembre 2017

Autor desconocido. M (fecha desconocida)

Algunos residentes exigieron respuestas, pero solo obtuvieron flores. Y no es casual, ya que J era el gerente de una cadena de floristerías. Cuando M, el cabecilla de la facción vecinal se enfrentó a J, este le clavó un tallo de rosal en una oreja que días después se infectó y tuvo que ser extirpada. M imploró a los médicos que le entregaran el pabellón auditivo de recuerdo, pero G, el director del hospital, se negó aduciendo que todo lo que entra en la clínica acaba perdiendo la propiedad tras un tiempo perfectamente especificado dentro de los estamentos sanitarios aprobados en junta. H, una rubia despampanante que se acostaba algunos fines de semana con M, trató de convencer a este de que desistiera del intento, ya que creía que una oreja no era un pedazo de carne más importante que ella, sobre todo si estaba separada del cuerpo principal, pero M la apartó con fuerza, se arrodilló delante del retrato de su madre y lloró una serie de lágrimas amargas envueltas en rastros antiguos, sombríos y ensuciados, quizá con algún propósito absurdo, disparatado.

El tiempo cayó con violencia y el ruido asustó a un perro que corrió hacia varios lados al mismo tiempo, por lo que acabó desmembrandose de una forma espontánea. Mientras cada una de sus partes decidían sobre la conveniencia de vivir troceados, M, que pasaba por allí, se sentó en un banco del parque y comenzó a apilar piedrecitas y tronquitos por tamaños. Cuando uno de los montones se derrumbó, M miró al cielo con los ojos cerrados e imaginó una serie de montículos perfectamente agrupados según las características más frecuentes. Entonces, se emocionó y se arrodilló entre la tierra mojada y las hojas completamente desgastadas y lloró una segunda serie de lágrimas envueltas, esta vez, con fibras bellamente elaboradas, singulares en la forma, pero acariciadas con algunas pinceladas de vulgaridad claramente interesada.

Luz suave infestada de remolinos remolones,
a trompicones,
a trompicones.
Escondida entre un millón de visiones,
y alusiones,
y alusiones.
Desfila a través de superposiciones…

Mientras chupaba y mordisqueba el bolígrafo, M decidió que el poema podría ser una obra maestra, siempre que el autor fuese una rana o un sapo, así que rompió la hoja y tiró todos los trozos por la ventana. Uno de esos fragmentos voló durante siete días y siete noches hasta que aterrizó en un lugar que, aunque era similar a otros lugares, no era el lugar más perfecto del que se tuviera conocimiento. Allí, rodeado de insuficiencias perfectamente señalizadas, se transformó en un pronombre indefinido y promulgó proporciones e intensidades que aumentaban o disminuían a cada lagrima -salobre o dulce- de M que, a varios cientos de medios palmos de distancia, lloraba para justificar el verdadero origen de cada uno de esos pequeños agujeros que inundan las paredes y que a nadie le apetece rellenar.

El secretario del líder de los residentes, hastiado de tantas flores, se comió el papel de celofán que envolvía a los ramos y eructó agradecido. J, que estaba escondido tras una falsa creencia tallada en piedra, pudo ver toda la escena y decidió dejar de existir en interiores poco luminosos o mal ventilados. A cuatro manzanas ácidas de allí, M depositaba pensamientos fugaces en una vasija de barro poco trabajada. El recipiente renegó de cualquier acción humana y se deslizó hacia el otro lado del lado del lado del lado en que se encontraba M, que asombrado decidió no tomárselo demasiado a pecho. H no podía creerlo y le preguntó si no iba a llorar un poco. M se alzó como un monumento, aspiró aire y parte de la luz infestada de remolinos remolones y se limitó a desfilar a través de superposiciones.

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Email del 28 de diciembre 2017

Pablo Picasso. Mother and son with handkerchief (1903)

Han pasado unos cuantos meses desde que decidí largarme de la casa que compartía con Pepita, su madre, su tía, sus tres hermanos y también con cinco perros, dos gatos, nueve periquitos y un conejo doméstico de la variedad «Lanoso de Jersey». Pepita fue mi amante durante los 19 días que duró nuestra relación. Elenita, su madre, que trabajaba de catadora de acelgas en el mercado central, no veía con buenos ojos nuestro amor, ni siquiera cuando se ponía las gafas, y los gritos de odio hacia la raza humana que emitía se podían escuchar hasta en Dinamarca cuando el viento era favorable. Y no estoy exagerando, pues me lo contó en varias ocasiones Einar, un danés alto, rubio y con pecas en el glúteo derecho que vivía en Tórshavn y que tocaba el tamtam en la DR SymfoniOrkestret. Einar perdió la nalga izquierda a la edad de 17 años mientras dormía en casa del abogado de su madrastra y nunca pudo recuperarla, aunque movía las caderas de una forma tan sinuosa que resultaba tremendamente difícil reparar en su desgracia. El hermanastro de Einar, un islandés de pura cepa que se llamaba Skarphéðinn, aunque todo el mundo lo conocía como Uk-aruk-Haas, se definía a sí mismo como un «androminauta sogistivo» que malvivía zozobrando y atafagando cuando le era posible. Cierto día, cuando le pregunté qué significaba «androminauta» y «sogistivo» se sintió tan acorralado que decidió desmaterializarse en esos instantes y materializarse en Quito, donde vivió unos meses hasta que fue confundido con un plato de locro ecuatoriano y devorado por nueve huaoranis hambrientos. Uno de esos indígenas se llamaba Tihueno y diecisiete años antes había sido proclamado «la cosa más bonita de Orellana». Tenía una copa de madera de quebracho que podía atestiguarlo, aunque tuvo que empeñarla en 1988 para comprarse un kilo de urucú. El tipo que le vendió ese futuro colorante se dedicaba a la trata de vegetales andino-patagónicos y era conocido en el mundillo barriobajero como «el ñacas», que no es más que una corrupción fonética de «el cañas». Según le contó él mismo a Tihueno, le llamaban «el cañas» porque su tatarabuelo Jonás IV, que vivió durante 29 años en Almusafes (Valencia, Spain) estaba obsesionado con «Cañas y barro» del escritor Vicente Blasco Ibañez.

Es increíble lo cerca que estamos los unos de los otros, aunque vivamos a miles de kilómetros de distancia. Alguien dijo una vez que «el mundo es un pañuelo». Supongo que fue un fabricante de pañuelos, pues si hubiera sido un fabricante de sábanas bajeras el apotegma hubiera sido «el mundo es una sábana bajera». Y si lo pienso detenidamente, estoy mas cerca de la segunda sentencia que de la primera. La mayoría de pañuelos, incluso los que pertenecen a damas de alta alcurnia, acaban repletos de mucosidad y flemas, sobre todo en otoño e invierno, pero las sábanas bajeras tienen que lidiar con pelos púbicos y ocasionales manchas de esperma o fluidos vaginales. Creo que el mundo, tal y como lo conocemos, no es más que una jodida sábana bajera elástica y ajustable, fabricada con microfibras de algodón tosco e inflamable. Todos conocemos el caso de Manolita «la murciana» que después de soltar una pequeña pedorreta mientras estaba plácidamente tumbada en su cama con somier tatami apareció de repente en Tórshavn, donde conoció a Einar, se casó con él y le dio cinco hijos.

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Email del 27 de diciembre 2017

Umberto Boccioni. Drawing after 2states of mind: The rarewells» (XIX-XX cent.)  

Amiga mía:

Me gustaría relatarte de qué manera afronto algunas de mis incapacidades más absolutas, que casualmente también son las más absurdas, aunque creo, y estarás de acuerdo conmigo, que tildar de absurdo algo que procede o está relacionado con la neurosis y la forma que esta afecta a algunos individuos seriamente adocenados, entre los que me encuentro yo y algunas de mis múltiples personalidades, es como creer que Dios existe y que su barba larga, blanca y lacia es algo más que un invento de la Iglesia para avasallarnos, teniendo en cuenta que actualmente se cree que suele afeitarse con las maquinillas Gillette Fusion Proglide, que con tecnología FlexBall se adaptan a los contornos para un perfecto contacto y máximo confort.

Pero antes de comenzar a enumerar mis insuficiencias neuróticas, me siento obligado a advertirte que, por lo menos en mi caso, la neurastenia es una forma alternativa de subsistencia más que un trastorno parcial de las emociones. Yo podría comportarme de la misma manera que lo hacen cualquiera de tus otros amigos, ya sabes, esos que a menudo son tachados de seres maravillosos provenientes de otro universo, y que están en el nuestro únicamente para alegrar los corazones y sacar de graves entuertos a terceros. Podría, si quisiese, desde luego, pero no me da la gana, o como suele decir el bedel del Centro Municipal para Jóvenes Neuróticos de la Comunidad Valenciana (CMJNCV), no me sale de las gónadas fabricantes de esperma. Es mucho más sencillo destacar siendo naturalmente imperfecto. Siempre he odiado la perfección y la excelencia, fuese natural, artificial, afectada, alícuota o ilógica. No hay nada más deprimente que darse cuenta de que todo lo que haces o dices es sensato y conveniente. Cuando eso sucede, aunque sea en una sola ocasión, es necesario tomar acto de conciencia y salir a la calle lo más rápidamente posible a insultar a una o dos abuelitas o poner la zancadilla al primer administrador de fincas o notario que se cruce en el camino.

Pero creo que ya he divagado bastante. Supongo que la dispersión lingüística o textual todavía no está penada con una fuerte sanción o la cárcel. Y aunque lo estuviera, me importaría bien poco, o como suele decir el primogénito de la señora de limpieza que nos deja inmaculado el bajo donde nos reunimos algunos enfermos sociales para preparar con dulzura el fin del mundo, y por consiguiente, el ocaso de la raza humana, me rezuma y me trasuda todo.

– Soy incapaz de comerme un huevo pasado por agua si alguien me mira. Pero sin embargo, si me observan, no. Yo todavía no soy capaz de distinguir entre ambas terceras personas del plural de sus presentes de indicativo correspondientes, pero mi subconsciente primario sí.
– Estoy seriamente incapacitado para cantar cualquier canción del gilipollas de Melendi si llevo calcetines rojos de la marca «Jimmy Lion». Por el contrario solo puedo entonar el Kyrie Eleison, en la versión de los Monjes Benedictinos de Santo Domingo de Silos, si visto con ropa interior lavada tres veces con detergente neutro, un chorrito de vinagre blanco, que limpia, abrillanta, suaviza y potencia el jabón y, muy importante, aclarada de tres a cinco veces.
– Soy incapaz de rascarme la pierna derecha si no me pica. Lo he intentado en numerosas ocasiones y las tentativas han terminado en fracaso, miseria y desolación.
-Estoy incapacitado para reconocer cualquier clase de problema, sin embargo, si es un enema, que fonéticamente suena parecido, reconozco al instante que es una lavativa y jamás intento usarla para obtener sensaciones agradables prohibidas.
– No soy capaz de externacionalizar cualquier cosa, hecho o acción internacionalizada con anterioridad, aunque dicha internacionalidad haya sido impuesta por un externalista convencido.
– No puedo acariciar escalopines de ternera rebozados, pero no me sucede lo mismo con escalopines de ternera en salsa, a la milanesa o al roquefort. Por supuesto, si los escalopines son de cerdo, de pollo o de salmón, los manoseo sin problemas, y lo que es más importante, sin erecciones indebidas, incorrectas o innecesarias.
– Soy incapaz de ser capaz, pero soy muy capaz de parecer incapaz.
– No puedo permanecer en un hospital más de 27 segundos seguidos. Mi nosocomefobia es legendaria, por eso la ultima vez que tuvieron que operarme, los cirujanos tuvieron que convencer a una trabajadora del sexo para que se hiciera pasar por una enfermera, se acostara conmigo y después del tercer orgasmo me inyectara en el músculo glúteo mayor cinco centímetros cúbicos de valeriana. La intervención quirúrgica tuvo éxito y a partir de entonces me convertí en proxeneta negro con melena afro.
– Estoy incapacitado para diferenciar un queratoacantoma de un tumor epitelial seudoepiteliomatoso.

La verdad es que podría llenar varios extensos volúmenes explicando detalladamente cada una de mis inhabilitaciones más preciadas, pero prefiero que se me recuerde como el adalid de las imperfecciones modélicas culminantes. Ahora voy a abandonarte por unos cuantos días. Necesito seguir rodando, y siempre que te escribo acabo planeando en línea recta. También quiero prepararme el discurso de aceptación para el albañil que tiene que arreglarme el alicatado de la cocina, aunque no creo que llegue a comprender nada porque es armenio, pero que se joda. Como diría la amante del hijo del ayudante de dirección del film documental sobre los imposibilitados ajados en la que intervine hace unos meses: ¡que lo tribunalicen!

Email del 27 de diciembre 2017 Leer más »

Email del 25 d diciembre 2017

Rene Magritte. The menaced assassin (1927)

Ahora estoy más tranquilo. Me acabo de comer a mi vecino. Bueno, entero no, pues llevo varios días nervioso y eso me ha restado apetito, pero me he podido zampar su mano derecha y parte de la garreta. La mano me la he preparado tostada en el grill y la garreta guisada. Mañana cocinaré sus turmas y un par de costillas y el resto lo congelaré. Espero que cuando alguien lea esta especie de confesión intente ser benevolente conmigo. Soy una víctima del hijo de perra de nuestro presidente del gobierno y el hambre y el vicio me han empujado al asesinato y posterior canibalismo. Al principio pensé en matar a Federica, la hija de la víctima, pues colegí que estaría menos correosa, pero cuando me enteré que padecía de aerofagia anorectal cambié de opinión. Y el cambio fue excelente. Su padre, pese a la edad, esta tierno como la ternera de leche y sus finas líneas de grasa intramuscular, aparte de darle un aspecto sabroso y muy parecido a la del cebón, tienden a deshacerse en la boca provocándome espasmos de placer como no experimentaba desde que era un pequeñajo maleducado y marrano y succionaba directamente de las ubres de Gandulaza, la cabra anglonubia de mis abuelos maternos.

La existencia, tal y como nos ha tocado vivirla (o padecerla), no es más que una jodida carrera de obtáculos con forma y aroma de letrina. Pero no de letrina de aseo de establecimiento de gran superficie tipo El Corte Inglés, sino de váter de club de alterne de carretera secundaria. Nacemos para morir, pero mientras esperamos a la mamona de la parca nos toca sufrir, sufrir y sufrir, o ver sufrir, sufrir y sufrir a otros, o hacer sufrir, sufrir y sufrir al resto, o hacerse sufrir, sufrir y sufrir a uno mismo tomando el ejemplo de cualquier gurú, mentor o maestro de pacotilla, mientras unos cuantos, a veces creo que una mayoría, nos joroban, joroban y joroban hasta el infinito y más allá.

Hace algunos años la gente me llamaba «el Calimochero», pero ahora se dirigen a mí como «Don Simón, el mamón». Desde La mezcla con Coca-cola hasta el rechazo total al mejunje norteamericano en pro del brik, han pasado muchas lunas. Algunas han sido rojas, con destellos tornasolados y otras de colores claramente determinados, pero en todas he deseado colgarme de una viga con las bolas chinas con mando a distancia que robé por error en un sex-shop cuando lo confundí con Mercadona. Desearía que esta ceguera vincular que me aprisiona y me hace creer que vivo en un mezclador de regurgitaciones cesara de la misma manera que cesan mis depilaciones. Ya no me siento seguro deslizando la depiladora Braun sobre mi piel. ¡Joder! He sido tan putero. ¡Tan fulero! Pero también fui fallero. Todavía recuerdo los desfiles de espolines de falleras mayores. Todavía recuerdo los «torrentí» y los «saragüell». Todavía recuerdo esa época en la que tenía prohibido pensar antes de actuar. Solo obedecía a la ciencia infusa que permite el escape como forma alternativa de vida. ¡Y funcionaba. ¡Vaya si funcionaba! Pero un maldito día leí un folleto y unos meses después un libro. No era un gran texto, pero me abrió los ojos, y tan rápidamente como se succiona un huevo duro de codorniz con la boca, pasé a formar parte de la denominada «gente rarita de cojones», es decir, de esa miasma de inconformistas que nunca dialogará sobre motos, gimnasios o pechos turgentes con pezones sonrosados y en punta. ¡Y la cagué! Desde entonces mi corazón es una piedra cubierta de musgo y liquen a partes iguales, mis calcetines, un colador de diseño francés o italiano y mis mocos, bellamente cristalizados con metanfetamina, impregnan con clase mi barba descuidada y blanca. ¡No! No soy Papá Noel, pero tampoco soy ninguno de sus putos renos. La verdad es que no quiero saber qué soy. Está claro que no soy un humano, sino una cosa. Quizá una cosita, que empieza por la letrita…

Mientras escribo estas líneas, tan mal redactadas como extraordinariamente acusadoras, estoy pensando en «ejos», que es como yo llamo a los cangrejos. Siempre que me pongo nervioso pienso en «ejos». Pero no en cualquier clase de cangrejos, solo en los de la familia Paguroidea, es decir, en los cangrejos ermitaños. Esos cabronazos pequeñajos que arrastran su guarida hasta que se les queda pequeña y entonces buscan otra. Yo ya no quiero buscar otra. La que tengo ahora huele a lejía perfumada Neutrex porque soy un tipo curioso y no me gusta tener las paredes y el suelo llenos de sangre y vísceras. Nunca me he sentido un extraño en ella, aunque realmente lo soy. Acabé con sus propietarios, me los comí estofados con cebolleta, patatas y mucho ajo y ahora uso algunas de sus pertenencias. Pero de eso hace varios años. ¡El tiempo viaja tan rápido!

Dentro de un mes, cuando se haya terminado la carne del padre de Federica, me entregaré en la casa-cuartel de los picoletos. Antes de hacerlo me beberé un par de litros de cerveza de bote de la marca blanca de Carrefour y cuando esté preparado anímicamente relataré al sargento de guardia mi historia. Lo que pueda sucederme después me la refanfinfla. Lo que tengo claro es que jamás tendré que volver a destripar a nadie. No es que me moleste asesinar y abrir en canal a alguien, lo que me saca de quicio es no poder limpiar y desinfectar en lugares de difícil acceso donde la sangre suele enquistarse como juntas o rodapiés. ¡Está claro! ¡Me he convertido en una jodida maruja!

Email del 25 d diciembre 2017 Leer más »

Email del 24 de diciembre 2017

Paul Klee. The lover (1938)

Amor mío:

Quiero cortejar a tu madre. Dicen que tiene mucho dinero en el banco y varias propiedades inmobiliarias. ¿Crees que si le regalo un ramo de rosas negras podré llegar a ser algún día tu padre? Si en un futuro cercano -tu madre no está para futuros lejanos- me convierto en tu padre, voy a ser muy muy duro contigo, porque vengo notando que desde hace un par de años tiendes hacía la abstracción cuando practicas sexo conmigo. Y yo lo único que tengo poco concretado en la actualidad son las coderas de la chaqueta de pana. Me encanta que seas una tía politélica, pues así tengo otro mamelón para mordisquear, pero me importunan en exceso esos ruidos mortecinos, más propios de un cadáver viviente que de una mujer de cincuenta y tantos que se gasta cantidades desorbitadas en ropa cara. La última vez que yací contigo tenía en mi bolsillo un crucifijo y agua bendita. Por eso he decidido hacer todo lo posible para contraer nupcias con tu progenitora, esperar a que fallezca y con el peculio que herede largarme a vivir a Raiatea o Maupiti y dedicarme a plasmar al óleo su frondosa vegetación y los cuerpos bien torneados de sus habitantes.

Supongo que no intentarás malograr mi plan. Si así lo hicieras, te juro por la Virgen de la Milagrosa que soy capaz de cortarte el cuello. Nadie ni nada se va a interponer entre mis deseos y el resultado de estos. Y estos son como sangre en el agua para los tiburones. Así pues, te conmino a seguir proporcionándome placer mientras tienes el pico cerrado y sientes como finiquito tu futuro.

Te quiere:

El maldito hijo de puta.

Email del 24 de diciembre 2017 Leer más »

Email del 23 de diciembre 2017

Francisco Goya. Loco tras las rejas (1824)

Lo primero que hago todas las mañanas nada más despertarme es pensar en mí. ¿Por qué debería pensar en vosotros si no os conozco? ¿Acaso alguno de vosotros pensáis en alguien que no seáis vosotros mismos? Si, ya sé que queda realmente conmovedor afirmar que vuestro primer pensamiento matinal es para vuestros hijos, padres o incluso para vuestros compañeros de cama o vuestras asqueadas mascotas. Una mañana de hace un par de meses desperté húmedo, pues mi primer pensamiento me había escupido en un ojo, pero normalmente mis amaneceres son secos y traqueteantes, y a menudo, fruncidos o con los pliegues alisados, como los hules de tela resinada que utilizaba mi abuela Narcisa cuando quería resultar interesante para el resto de la familia.

Lo último que hago cada día antes de acostarme es imaginarme en el centro de un gran corro de mujeres desnudas. Una vez me equivoqué fantaseando y el corro que apareció en mi cabeza fue de hombres desnudos. Y contemplar hombres desnudos, con taparrabos, o incluso totalmente vestidos, es algo que a un heterosexual convencido como yo, siempre le acaba pasando factura. Pero, afortunadamente, la factura no fue demasiado elevada porque la psicóloga que me trató necesitaba dinero con suma urgencia para mejorar su experiencia de usuaria de internet sin utilizar cookies a la hora de personalizar sus contenidos.

Lo segundo que hago tras contemplar mi cuerpo perfecto reflejado en el espejo es preguntarme por qué razón no me aplaude la gente cuando camino por la calle. Lo primero que hago, prefiero seguir manteniéndolo en secreto. Creo que un día escribiré todos mis secretos en una libreta y se la regalaré a Dios Padre, es decir, a la primera de las tres personas que forman el tripartito denominado Santísima Trinidad. Entonces, la primera persona delegará sobre la segunda, el hijo, y éste ordenará al Espíritu Santo que me fulmine de la forma más cruel posible, dentro de lo aceptable para los dogmas de los creyentes.

La cuarta cosa que hago después de rascarme con delectación los cataplines es similar a las tres anteriores, aunque con algunas variaciones en las disposiciones. Intento que cada acción sea diferente en su concepción a la precedente, respetando sus determinaciones específicas, pero no siempre obtengo la modificación deseada. Ni siquiera introduciendo variables estables concebidas con el único propósito de alterar el movimiento establecido con anterioridad. Por esa razón, al final siempre acabo rascándome los cataplines con la misma delectación de siempre, pero intentando que las circunstancias redefinan o maticen cada oscilación o desplazamiento de mis dedos.

Lo antepenúltimo que hago tras cortarme las uñas de los pies es envolver en papel los restos separados de las cutículas madre, pegarles una etiqueta con la fecha y otros datos relevantes y guardarlos en una cajita de cartón de color verde Peridot que anteriormente había pertenecido a un perfume caro, de esos que sirven para realzar la estupidez de las personas. Deseo llegar a alguna conclusión algún día, pero si no soy capaz de llegar a alguna conclusión, espero que por lo menos pueda recibir tratamiento para la oclusión parcial sin compromiso vascular de mi intestino, que amenaza mi buen comportamiento estas dos últimas semanas.

Lo que realmente debería hacer en estos instantes es comerme este texto a palo seco y salvar a los posibles lectores de una pérdida de tiempo irrecuperable, pero no me siento capaz de perdonar a esos posibles lectores y prefiero que pierdan ese tiempo irrecuperable. Y que después de haber perdido ese tiempo irrecuperable se acuerden de mi padre, Gregorio II, pues creo que no ha sido suficientemente valorado, a pesar de haber sido uno de los artífices de mi concepción y haber tratado de que mi existencia fuera lo más surrealista posible. A él le debo todo lo que me gustaría ser y lo que no seré nunca, ni siquiera aunque lo intente o lo imagine.

Email del 23 de diciembre 2017 Leer más »

Email del 19 de diciembre 2017

Jacek Yerka. Fly Alarmowka (2004)

En este momento me encuentro tan lejos de mí mismo que me cuesta incluso reconocerme cuando mi rostro se refleja en el vidrio de la ventana. El mismo vidrio que les sirve de autopista a mis dos moscas, Luciana y Teodora. Luciana es más frágil que Teodora, pero Teodora se toma los cambios de temperatura de una manera que desconcierta, desbarata y desbarajusta a Luciana. Y en ocasiones, me desconcierta, me desbarata y me desbarajusta a mí. Y si algo me desconcierta, me desbarata y me desbarajusta tiendo a encontrarme lejos de mí mismo. Y es entonces cuando me cuesta reconocerme. Incluso cuando me reflejo en el vidrio de la ventana. El mismo vidrio que sirve de suelo vertical a mis mascotas: Luciana y teodora. Luciana es tan débil, mucho más que Teodora, pero Teodora tiene un carácter que puede llegar a resultar molesto para cualquiera que no esté alcoholizado todo el día. Y parte de la noche. La noche es oscura y fría. Ni siquiera con la ayuda de un edredón noruego puedo llegar a entrar en calor. Mientras tirito, escucho a Teodora zumbar a la luna. Poco importa que la luna esté redonda o en forma de plátano. Ella zumba y rezumba porque necesita sobresalir de Luciana, que se contenta con sentir como su vida se acaba. Y es que estar al borde de la muerte implica ser más importante durante ciertos instantes. A mí me entristece tanto. Me entristece saber que Luciana no llegará a mañana. Puede que sí a mañana, pero de ninguna manera a pasado mañana. Tener conciencia de la muerte de una de mis dos únicas amigas me desconcierta, me desbarata y me desbarajusta. Y cuando esas tres acciones suceden en las mismas sucesiones de microsegundos, es cuando suelo encontrarme lejos, muy lejos de mí mismo. Tan lejos que ni siquiera soy consciente de que mi figura pálida es irreconocible cuando se manifiesta sobre el vidrio de una o la práctica totalidad de las ventanas de mi hogar. El vidrio o los vidrios que sirven a Luciana y Teodora para interpretar el papel que les fue impuesto. Supongo que por la omnipotencia tornasolada que rige las circunstancias y los destinos de los seres alados de cabeza elíptica.

Teodora se ha disfrazado de salsifí y ha embadurnado la boca en forma de trompa de Luciana de color azul egipcio. No sé si lo que quiere es que su hermana muera lo más rápido posible o que cuando muera sienta ganas de reirse de sí misma. Y de Teodora. Y de mí. Y de todo. Porque todo es lo único que va a dejar en esta vida. Y esta es la única vida que debe existir. O por lo menos eso he creído durante décadas. Las mismas décadas sobrecargadas de tiempo y espacio en las que a menudo me he sentido lejos de ti. Sí, de ti. Y de mí, de cada uno de vosotros, de la absoluta totalidad de la proporción correspondiente a los que quisieron que nunca me acercara a ellos. De las idas y venidas. De los siempre y los jamás. De la mierda que sirve para describir las repeticiones. Y las incursiones. No. No, las incursiones, no. Las incursiones son como las penetraciones, inconstantes, dolorosas, egoístas. A veces incluso mezquinas. ¡No quiero volver a encontrarme tan lejos de mí mismo!

Luciana respira con dificultad. Teodora ha entrelazado sus uñas dípteras con las de su hermana. Yo contemplo la escena con cierta preocupación decadente. No comprendo cómo es posible preocuparse de forma apogea, pero todos lo hacen. Afortunadamente todos son ellos. No yo. Yo soy la mínima parte de algunos, determinados, señalados y concretos. Me siento obsoleto. Pero a veces me siento en sillas o sillones. En sillones solo si hay cojines. Sentarse en un sofá sin una almohada o colchoneta me parece terrorífico. Pero incluso sin almohadones los asientos con respaldo pueden ser intensamente aterradores. Me gustaría teletransportarme a la ladera de una montaña y sentarme sobre una roca de arenisca con forma angular, aunque me conformaría con poder asegurar mi trasero sobre roca caliza, mármol o cuarcita. Desde luego nunca sobre piedra triturada o ladrillos de adobe, rasilla o briqueta. ¡No quiero que se muera Luciana!

Teodora se ha posado sobre mi hombro. Eso quiere decir que Luciana no tendrá que volver a comportarse como un insecto. No la encuentro demasiado afligida, pero resulta difícil interpretar las emociones en el rostro de una mosca. Por lo menos sin la ayuda de una lupa profesional de 50 aumentos. Desde luego no actúa como suele ser normal en ella, es decir, pintiparada y altiva. ¿Debería mostrar desasosiego? No. Desasosiego es una palabra repugnante. Además no sirve para nada que no pueda ser expresado con vocablos más amables, fonéticamente hablando, como ansiedad, desazón o angustia. Es como el adjetivo «Justo» que tiene la capacidad de hacerme enfermar si es declamado, expresado o parloteado a menos de dos metros de mis oídos. Estoy convencido de que cuando se inventaron ambos términos, sus creadores creyeron que nunca nadie podría superar sus obras. Pero en algún lugar de la barahúnda mental de un imbécil señalado por los dioses de la involución surgió la voz «Tendencia». Y ya nada pudo ser lo mismo. ¡No puedo aguantar tanta mierda!

Han pasado varios momentos desde el momento reflejado en el primer párrafo. Sigo encontrándome lejano. Y me sigue costando reconocerme cuando me reflejo sobre el vidrio de la ventana, el agua que se acumula en el inodoro o los espejos. Luciana se ha transformado en abono y Teodora ha desaparecido. Me siento tan desconcertado, desbaratado y desbarajustado. Y si algo me desconcierta, me desbarata y me desbarajusta tiendo a manifestar mi soledad interna. ¡Y es entonces cuando me cuesta reconocerme!

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